Las políticas sociales, en general, tienen como objetivo incluir a los más pobres en el proceso de desarrollo. Para eso hay dos posibles estrategias, la focalización y el principio universalista. En el primer caso, los servicios son provistos solamente para quienes lo necesitan, los más pobres. Por otra parte, el principio universalista es aquel en el que el servicio o bien provisto es un derecho de ciudadanía (T.H. Marshall, Cambridge, 1949). Este puede darse en diferentes grupos de la sociedad –niños, ancianos, jóvenes-, pero no selecciona basado en nivel de ingreso. Esto último es controvertido ¿qué sentido tiene proveer servicios para todos, incluidas las personas ricas?
La evidencia indica que sistemas universalistas aumentan las posibilidades de salir de la pobreza. Este resultado se conoce como “la paradoja de la redistribución” (Korpi y Palme, 1998), porque es contra-intuitivo encontrar que en sistemas donde los beneficios no están focalizados se encuentre que los grupos de menores ingresos ganan más. Esto se explica por varias razones, entre éstas un argumento de economía política, respecto del cual existe extensa evidencia (Ferreira, 2001, Benabou, 2000, entre otros). En sistemas donde los más ricos no son parte de los beneficios se empieza a perder la demanda por mayores impuestos progresivos: “servicios para los más pobres serán siempre peores servicios” (Horton and Gregory, 2009.)
Aún así, los principales argumentos en contra, desde la derecha, son que esta política es cara, regresiva y los servicios sociales solamente deben estar disponibles si alguien cae bajo un mínimo. También hay quienes desde la centro-izquierda lo cuestionan: hay otras prioridades y necesitamos esquemas como redistribuir desde los ricos a los pobres. En esta columna discuto cada una de estas afirmaciones y concluyó que los sistemas universalistas no son más caros para la sociedad, son progresivos, ayudan más a los más pobres y finalmente, el tema de las prioridades está mal entendido.
La provisión de un servicio universal requiere usualmente de mayor gasto público, ya que es para todos y no para los pobres, por lo tanto hay quienes dicen que eso lo hace más caro. Sin embargo, esto no significa que sea más caro para la sociedad ni menos eficiente. Un contraste interesante en este sentido es el que resulta de comparar el sistema de salud del Reino Unido (UK) y de Estados Unidos (US). Ambos países se encontraban en los años 70s con el mismo desafío en el sector salud en cuanto a cobertura, calidad y financiamiento. Sin embargo, tomaron dos caminos diametralmente opuestos. En UK se diseñó el NHS (Servicio Nacional de Salud) bajo el principio universalista: servicio gratuito para todos que se financia con impuestos. Por otra parte, en EEUU se mantuvo focalizado el sistema público en los más pobres y se introdujeron seguros privados para el resto. Después de 40 años de funcionamiento, el gasto total en salud alcanza cerca del 18% del PIB en US mientras en UK este alcanza el 8% del PIB (Datos del Banco Mundial). El sistema de salud británico es menos costoso en términos económicos (gasto total en salud es menor). No solamente eso, es también de mejor calidad (WHO, 2000).
El hecho de que la provisión de los sistemas universalistas sea solamente financiada por el Estado hace que exista un control de costos más estricto. Cuando participan los privados se intenta sacar el máximo beneficio económico del “consumidor”, lo que implica un aumento de los precios no relacionado a los costos del servicio, sino a la disposición a pagar.
De hecho, la idea política que está detrás del principio universalista es: de cada uno de acuerdo a sus posibilidades, a cada uno de acuerdo a sus necesidades. Esto quiere decir, provisión para todos (necesidad) financiada con impuestos progresivos (posibilidad). Financiamiento y gasto en el principio universalista están intrínsecamente vinculados. En este contexto, el tema de las prioridades existe solamente en la elección de las dimensiones que desean ser provistas bajo este principio: salud versus educación versus pensiones, entre otros. Los límites del acceso a la provisión son definidos por función y no por costo, por ejemplo, que una persona no-discapacitada no reciba un subsidio de discapacidad no lo hace para ahorrarnos dinero. La sociedad establece los límites del acceso, no la escasez de los recursos. No es un tema de prioridades, sino un tema de contrato social.
En un sistema focalizado, se separa la parte de la “ability” (posibilidad) de la parte de “need” (necesidad). El elemento contributivo se fija en base a otras consideraciones políticas. De hecho, éste va acompañado de seguros privados e instituciones privadas y elementos de mercado en las políticas sociales (como el caso arriba del sistema de salud norteamericano). En este contexto, el sistema tributario no es la expresión de los valores (qué es o no un derecho) sino un mal necesario.
Por eso, se dice que el universalismo responde a un contrato social entre ciudadanos, mientras que la estrategia de focalización responde al concepto que la provisión de bienes y servicios este organizada por el mercado. En este sentido, el Estado provee servicios sociales solamente cuando el mercado falla.
Ahora bien, como vemos en el cuadro abajo, el efecto neto de una transferencia universalista que se financia con impuestos progresivos es progresiva (Rothstein, 2001): desigualdad después de impuestos y transferencias es menor (columna 5). Esto se produce otra vez porque el tamaño total disponible para redistribución es endógeno a las instituciones, es decir, depende de si se elige focalización o universalidad. En el cuadro podemos ver que incluso es más redistributiva que una transferencia focalizada en el 20% más pobre que se financia con impuestos progresivos (columna 8). Además, existe un efecto dinámico. Como los beneficios son para todos igual, la calidad de los beneficios tiende a ser más igualitaria que en un sistema focalizado. Hay que pensar que aunque es “0″ la transferencia desde el Estado en un sistema focalizado (quintiles II a V en columna 7), esto supone que esa población está comprando en el mercado con sus ingresos. Entonces, todos acceden a la calidad que pueden comprar: los más pobres a la calidad que puede proveer el Estado, el resto a lo que las instituciones privadas puede lograr con el precio que cobren. En el sistema universalista todos acceden a una igual calidad, lo que se traduce en mayor igualdad de oportunidades y mayor movilidad social. Así, en términos netos, el principio universalista no solamente es más inclusivo sino más redistributivo.
Adicionalmente, la focalización tiene dos importantes problemas adicionales. Necesita de instrumentos de focalización que son caros e ineficientes con cambios en las circunstancias. Y en segundo lugar, la estigmatización. Al proveer servicios solamente a los pobres este grupo cae en una categoría especial. Townsend (1976) plantea que “incentiva las relaciones jerárquicas”, más que mejorar la posición del más pobre, el sistema agudiza las distancias sociales entre el que necesita y el que no.Además, la focalización va de la mano de la privatización de las políticas sociales para quien no cae en el grupo objetivo. Esto incentiva la creación de seguros privados con fines de lucro que usualmente son más caros.
Para terminar, hay que notar que las sociedades que ofrecen derechos igualitarios son mejores para todos. En términos económicos: tienen mayor crecimiento, prosperidad y competitividad, que las más desiguales. Además, Wilkinson y Pickett (2009) muestran con un gran número de indicadores desde adicción a las drogas, maternidad adolescente, violencia, obesidad, que sociedades más igualitarias lo hacen mejor en diversas dimensiones. La experiencia de los países escandinavos demuestra que los beneficios universales hacen a las economías más competitivas. La cohesión social, la confianza, y la inclusión promueven el capital social y por lo tanto alimentan la prosperidad colectiva. Esto produce un círculo virtuoso: mayor igualdad y mayor prosperidad.
*texto e imagen recuperados del blog: www.revistahumanum.org